Seguramente muchas de las razones que se esgrimen como justificaciones para los cortes de calle, las clases públicas, las tomas de escuelas y universidades y demás coreografías de protesta tienen fundamentos ciertos.
La primer reacción que surge ante este escenario es la contradicción evidente entre la asfixiante propaganda oficial y lo que realmente le pasa a la gente.
Porque sería contradictorio imaginar que los ciudadanos de un País con los datos de inflación, pobreza, indigencia, desocupación y distribución del ingreso que anuncia el INDEC salgan a la calle por el solo gusto de practicar el alegre folklore del reclamo popular.
Esta visión que se fundamenta en la lógica más precaria no parece ser lo que se ve desde los balcones de la Casa Rosada.
De todas las tropelías que dibujan el mapa del desorden la peor es, sin dudas, la toma de las escuelas por parte de los alumnos del nivel medio al que ahora se han sumado los universitarios, hasta el momento en que esto está siendo escrito, en Filosofía y Letras, Ciencias Sociales en sus tres sedes, Arquitectura y el Decanato de Ingeniería.
Nadie ha de ser tan tozudo como para decir que si una pared de una escuela está rota, él la ve sana, o que si no hay calefacción en realidad sí la hay.
Estos problemas de superficie son atendibles y posiblemente solucionables.
Lo que parece más difícil y sobre los que nada se dice, son los temas profundos que se enmascaran detrás del discurso encendido de algún adolescente más locuaz que el resto.
Por supuesto que es grave el peligro de la caída de un cielorraso.
Pero mucho peor es la caída de las normas de convivencia indispensables para que una sociedad civilizada pueda crecer y desarrollarse.
Como consecuencia de una degradación que no comenzó hoy, el sentido de la autoridad y del esfuerzo han dejado de existir.
Y ni una familia, ni un club de barrio, ni una escuela y mucho menos un País puede vivir en medio de esta anarquía incipiente que, por ser jóvenes los que la practican, anticipa un futuro que invita al pesimismo.
Una mezcla explosiva nos está llevando por rumbos de los que será cada día más difícil escapar.
Los padres de los chicos son ausentes sin aviso, los maestros se suben al estribo del tren de la fiesta rebelde y la función se corona con el mensaje de “fuera Macri”.
Esos chicos deberían ser enseñados que efectivamente el Jefe de Gobierno debe ser expulsado de su cargo si no cumple su función.
Pero alguien debería aclararles que en Democracia a los Gobiernos se los pone y se los saca desde las urnas.
De paso, la oportunidad sería buena para enseñarles lo que pasó, pero todo lo que pasó, cuando los Gobiernos fueron echados con otros mecanismos.
Por el contrario, en lo que debe ser lo peor de su actuación al frente del Poder Ejecutivo Nacional, la Presidenta salió a respaldar la toma de los colegios.
La irresponsabilidad de sus dichos se sale de los manuales y la coloca en un papel que resulta casi inimaginable.
Hay, en principio, un desconocimiento de las jurisdicciones, porque en su mezquindad seguramente disfruta del conflicto que golpea a Macri, pero parece no saber que el Carlos Pellegrini y las Universidades son de jurisdicción de su Gobierno.
Algunas escuelas van para el mes de parálisis.
Los famosos 180 días de clase serán ya una meta inalcanzable.
Pero si se llegara a la cifra nadie estará en condiciones de festejar nada, porque esta visión “almanaquera” de la Educación es una mentira consentida que no aguanta el menor análisis.
La medida de la calidad de la Educación poco tiene que ver con los días, que en todo caso deberían ser más, (en Japón son 210), sino con los conocimientos y valores que los chicos aprenden en el aula.
De eso, por supuesto, no se habla.
Frente a este absurdo de una Presidenta de la República apoyando la toma de escuelas, solo cabe un comentario también del absurdo, elemento que puede ser una herramienta al servicio de la transmisión de conocimientos.
En 1880 Leandro N. Alem defendió desde su banca de Diputado su posición contraria a la capitalización de Buenos Aires.
Anunció exactamente lo que ocurrió: un monstruo se adueñaría del poder y la riqueza de todo el País destruyendo el Federalismo.
Su contrincante era José Hernández, el autor del Martín Fierro y Alem, derrotado, terminó su intervención que se extendió por una semana, diciendo “yo he hablado para todos, menos para esta Cámara”.
El ex – Presidente Alfonsín planteó el traslado de la Capital a Viedma para descentralizar por un lado y propiciar el desarrollo integrado de la Patagonia.
Era demasiado para que lo entendieran.
Ahora puede ocurrir que este Gobierno, que parece estar dispuesto a transferir la autoridad a los chicos de las escuelas, tenga en mente trasladar la Capital a la Casa de Gobierno de la Ciudad de los Niños, en La Plata.
No habría, al menos, claudicación partidaria, porque esa belleza arquitectónica fue obra del General Perón.
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