Quizá la leyenda no sea demasiado exacta, pero es digna de crédito ya que posteriormente los historiadores comprobaron que el cuero de esos odres, hechos con los estómagos de los rumiantes poseían una enzima, el cuajo, que efectivamente convertía la leche en queso. Investigando, también descubrieron que, once mil años antes de Cristo, en Europa y Medio Oriente el hombre había logrado domesticar a unos bóvidos llamados uros y sabían ordeñarlos para obtener leche y también habían aprendido a hacer queso. Desde aquellas épocas remotas hasta la actualidad, la industria quesera ha dado un enorme salto, tanto cuantitativo como cualitativo. Hay quesos para todos los gustos y es rara la persona a la que no le agrade alguna de las incontables variedades que hay en el mercado.
Comúnmente se eligen los quesos blandos para añadir a otras comidas como tartas, pizzas y empanadas, y se utilizan los quesos duros para rallarlos e incluirlos en rellenos, arroces y pastas. En cuanto a los semi-duros, el más popular es el de barra (Tybo, Fynbo, Danbo) que suele terminar dentro de un sándwich acompañando algún fiambre. Sin embargo, cada vez se está extendiendo mas el placer gastronómico de degustar queso solo, con galletas, frutas frescas o secas y, por supuesto, un buen vino.
La aparición en el mercado de distintas variedades de queso de cabra, búfala u oveja aumentan las posibilidades de elección y tientan a más de un chef a incluirlos en platos salados y también dulces.
A la hora de armar una tablita de quesos, la oferta es tal, que puede desconcertar al anfitrión que pretende agasajar a sus invitados con una variedad de sabores y texturas. En una buena tabla no deben faltar los tradicionales Sbrinz, Emmenthal, Edam y muchos otros que puedan paladearse solos o acompañados, así pues solo es cuestión de atreverse a usar la imaginación y armar la tabla de su elección y a disfrutar
Hasta la semana que viene.
Liliana Garegnani
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