La intransigencia de Yrigoyen tendrá una consecuencia política decisiva: aunque formalmente disuelto el Comité Provincial no deja de existir en la actividad conspirativa de sus seguidores. Don Hipólito se ha convertido en líder indiscutido de la UCR.
Por ese tiempo se ganó sus muchos apodos: “el Hombre”, “el General” (por su empeño en la organización revolucionaria) y “el Peludo”, por su obstinado silencio desde “la cueva” de la calle Brasil donde vivía. Yrigoyen se reunía con dirigentes radicales en todo el país, provincia por provincia y pueblo por pueblo reorganizando las fuerzas de la UCR para su resurgimiento .
Con Yrigoyen a la cabeza el 26 de julio de 1904, en el aniversario de la Revolución del Parque, radicales de todo el país realizan un imponente desfile cívico en la Capital, hasta el cementerio de la Recoleta. El Comité Nacional aprueba entonces un manifiesto que, tras afirmar que “el radicalismo, sin autoridades ni disciplina de partido, ha subsistido como tendencia y se ha acentuado vigorosamente como anhelo colectivo”, condena tajantemente al régimen en lo político, económico y administrativo. Proclama su decisión de mantenerse fuera de las elecciones hasta que esté garantizada su transparencia y termina refirmando el “inquebrantable propósito de perseverar en la lucha hasta modificar radicalmente esta situación anormal y de fuerza, por los medios que su patriotismo le inspire”. Era un llamado a la revolución, que no demoraría en producirse.
Dos años de preparativos y planificación llevo el movimiento y distintas circunstancias y complicaciones fueron postergando la fecha. Finalmente, en la noche del 3 al 4 de febrero de 1905 y encabezada por una Junta Revolucionaria, comenzó la sublevación cívico-militar con precisión cronométrica en la Capital, Bahía Blanca, Rosario, Córdoba y Mendoza.
El manifiesto revolucionario inspirado en la prosa yrigoyeniana afirma : “Ante la evidencia de una insólita regresión que, después de veinticinco años de transgresiones a todas las instituciones morales, políticas y administrativas, amenaza retardar indefinidamente el restablecimiento de la vida nacional; ante la ineficacia comprobada de la labor cívica electoral, porque la lucha es de la opinión contra gobiernos rebeldes alzados sobre las leyes y respetos públicos ; y cuando no hay en la visión nacional ninguna esperanza de reacción espontánea, ni posibilidad de alcanzarla normalmente, es sagrado deber de patriotismo ejercitar el supremo recurso de la protesta armada a que han acudido casi todos los pueblos del mundo en el continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus derechos”.
Durante una semana se combatió en las calles de varios puntos del país. En Mendoza toda la guarnición adhirió al alzamiento y en Córdoba los revolucionarios comandados por Daniel Fernández toman el gobierno y apresaron al vicepresidente Figueroa Alcorta. Pero en el resto del país y en la capital son derrotados por el ejército y deben rendirse. “El Gaucho” José Nestor Lencinas que dirigió la revolución en Mendoza, incautó un tren del Ferrocarril Trasandino y se fue a exiliar a Chile con sus compañeros. Los jefes radicales fueron apresados, algunos son embarcados en transportes de la Armada, y muchos militares fueron llevados al penal de Ushuaia. En Pirovano, cerca de Bahía Blanca los jefes revolucionarios fueron ignominiosamente masacrados a fusil y bayoneta por la soldadesca. Yrigoyen se mantuvo en la clandestinidad durante varios meses siendo buscado por las fuerzas de seguridad en distintos paraderos, dentro y fuera del país. En realidad estuvo en Montevideo confesaría tiempo después. El 19 de mayo se entregó a las autoridades, declarándose único responsable de la fracasada revolución.
Pese a la derrota y al calificativo de “locos de verano” que les endilgó la revista Caras y Caretas, el radicalismo y su líder salieron fortalecidos ante la opinión pública. Para algunos dirigentes conservadores como Roque Sáenz Peña y Carlos Pellegrini, el alcance del levantamiento ratificaba la necesidad de modificar las reglas de juego. Saenz Peña diría “cada elección nos cuesta una revolución, y cada revolución es un desastre”.
Dada la justicia del reclamo de sufragio popular y efectiva democracia, desde el mismo fin de los combates fue creciendo el pedido de amnistía e indulgencia con los revolucionarios. El presidente Manuel Quintana se negó a otorgarla, pero su muerte en marzo de 1906 fue casi inmediatamente seguida por la aprobación de un proyecto de ley de su sucesor José Figueroa Alcorta. “Quien nos perdonará a nosotros?” se preguntó Pellegrini en el debate.
La revolución de 1905, obra de Yrigoyen consagrado ya único jefe y conductor del radicalismo abrió el camino a la “Ley Sáenz Peña” y el voto secreto y obligatorio que consagraría la democracia constitucional en la Republica Argentina.
Diego Barovero
El autor es historiador, investigador, docente y gestor cultural
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